La crisis nos ha hecho despertar del espejismo. Creímos ser dueños del destino, alumbrados por el azar y merecedores del edén. El vaho de nuestro espejo nos hizo pensar que habíamos conquistado la cumbre, pero el espejo se hizo añicos y dejamos de mirarnos como nunca fuimos. Y en esa búsqueda ansiosa por poseer enseres con los que esconder nuestra mediocridad desatendimos el cultivo del alma.
Se nos olvidó que leer, conversar, querernos, viajar y escucharnos con respeto construye humanidad. La amnesia nos cegó tanto que no entendimos que el éxito de un país no está en que los mejores lleguen los primeros -pues éstos siempre llegan- sino en no desatender a ningún corredor antes de llegar a meta.
Nos disfrazamos de primeras marcas; condujimos coches más educados que sus pilotos; habitamos viviendas con fachadas más elegantes que los inquilinos; y abandonamos el sistema educativo, única plataforma existente capaz de aupar a los que nacieron en las cunetas de la marginalidad. A tal extremo llegó la alucinación que confundimos la cultura con las pseudo-obras de teatro de José Luis Moreno.
Los cristales rotos de aquel espejo ahumado disparan hoy en la emoción de un hombre culto, honorable y que tiene el cariño de los muchos montillanos que pasaron por sus aulas. Rodolfo Rodríguez defiende las mismas ideas por las que creció sin padre. A buen seguro ha vivido toda su vida buscando el motivo que le explique de qué pasta está hecho un ser humano que es capaz de sesgar los sueños de su adversario político.
Esta semana hemos sabido, gracias a los medios de comunicación, que Rodolfo Rodríguez ha pasado a engrosar la triste lista de heridos de guerra. Porque de un tiempo a esta parte, las citas electorales se asemejan a pugnas desalmadas, a cruentas batallas en las que todo vale con tal de arañar un mísero puñado de votos.
Esta semana ha ocurrido en Montilla y mañana puede suceder en cualquier otra parte de España. En este país cainita asistimos con demasiada frecuencia al modus operandi de gentes que se insertaron en el sistema democrático sin haber pasado por un curso intensivo previo que les hubiera enseñado, al menos, que el valor fundamental de la democracia es el respeto por las ideas, aunque difieran de las propias.
Las personas, antes que ideologías, somos vida. Y detrás de la etiqueta de cada cual -"comunista", "socialista", "andalucista" o "conservador"- se esconden seres humanos dotados de emociones y dignos de ser respetados.
Me entristece profundamente el cariz que toma el panorama político nacional y la crispación continúa de una sociedad atenazada por unos medios de comunicación cavernarios e impropios de un Estado social y de derecho.
El odio de estos demócratas de cartón no tiene límites. Crispan, difaman, mienten y extienden su ira para obtener un puñado de votos. Se llenan la boca nombrando la Constitución sin habérsela leído ni una sola vez y sin saber que la esencia de la Carta Magna es la convivencia pacífica y la no violencia sobre los que no piensan como ellos.
Mientras no se demuestre lo contrario, Rodolfo Rodríguez no ha hecho nada de lo que se le acusa. Él lo ha negado tajantemente y, que sepamos, todavía no se ha celebrado ningún juicio, si es que éste llega a tener lugar.
Por eso, y por el respeto que merece un hombre que, aun jubilado, enseña a leer y a escribir a los que no saben, sería deseable que quienes se amparan en el anonimato para vilipendiarlo y para poner en duda su honorabilidad cual inquisidores modernos, aprendan en alguno de los más de 20.000 libros que Rodolfo atesora en su biblioteca qué significan palabras como "decencia" u "honestidad".
Pienso que los montillanos se merecen una campaña política de altura en la que las propuestas para mejorar la ciudad primen sobre las denuncias o las querellas criminales. Una campaña electoral en la que las personas justas e íntegras como Rodolfo Rodríguez prevalezcan sobre quienes afrontan la vida envueltos en la bandera del rencor.
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La crisis nos ha hecho despertar del espejismo. Creímos ser dueños del destino, alumbrados por el azar y merecedores del edén. El vaho de nuestro espejo nos hizo pensar que habíamos conquistado la cumbre, pero el espejo se hizo añicos y dejamos de mirarnos como nunca fuimos. Y en esa búsqueda ansiosa por poseer enseres con los que esconder nuestra mediocridad desatendimos el cultivo del alma.
rSe nos olvidó que leer, conversar, querernos, viajar y escucharnos con respeto construye humanidad. La amnesia nos cegó tanto que no entendimos que el éxito de un país no está en que los mejores lleguen los primeros -pues éstos siempre llegan- sino en no desatender a ningún corredor antes de llegar a meta.
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