Gerontocracia política

Mi generación está condenada a ser gobernada por una gerontocracia patriarcal y por sus pupilos, viejos encerrados en cuerpos de jóvenes. Nacimos en la etapa democrática y hemos crecido con los mismos gestores públicos que protagonizaron la Transición. La gerontocracia se legitima a sí misma con escenificaciones patriarcales y paternalistas.






Llaman “gritona y sobreactuada” a una mujer que grita tanto como vienen haciéndolo estos carcamales de la vida pública que, en la mayoría de los casos, no han conocido otro empleo que la política activa. Defienden lo que consideran suyo con estrategias ajedrecistas.

Para ellos, la política es un juego de ajedrez en el que derribar a peones es el precio que hay que pagar para poder ser rey del tablero. Cuando mis padres lucharon contra la gerontocracia franquista nunca pensaron que su hijo también se hartaría de la gerontocracia que legitiman las urnas cada cuatro años.

El recién finalizado 38 Congreso del PSOE demuestra a la perfección quiénes son y cómo se comporta la gerontocracia. El núcleo duro de la nueva Ejecutiva Federal de los socialistas supera los 50 años de media de edad. Sólo dos integrantes están fuera de una mediana de edad que no representa la pirámide poblacional española.

Hay casos hirientes que son un atentado contra la inteligencia y contra los mismos valores democráticos. Gaspar Zarrías, cacique socialista andaluz por excelencia, ya era diputado autonómico el año de mi nacimiento y es parte de la “renovación” de Rubalcaba. El mismo flamante nuevo secretario general del PSOE ocupó su primer cargo de director del Gabinete del Ministerio de Educación en 1982.

Alfonso Guera, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, José Bono o Felipe González aún tutelan los liderazgos en el PSOE para evitar que entren forasteros en la organización que consideran en propiedad. No vaya a ser que pongan en cuestión los valores de la gerontocracia patriarcal.  Manuel Fraga murió con las botas puestas.

Existen otros casos que son chistes vivientes. Rosa Díez, líder de UPyD, quiere ser la “regeneración democrática” de un sistema político en el que puso el pie en 1979 y del que, saltando de cargo en cargo, lleva 33 años cobrando sueldos públicos.

Javier Arenas es otro “joven” que considera que no pueden gobernar Andalucía políticos que llevan 30 años en cargos públicos. Este chiquillo del Partido Popular (PP) ya era teniente de Alcaldía del Ayuntamiento de Sevilla hace 29 años. Desde entonces, ha pasado por todas las instituciones democráticas españolas y  ha sido derrotado tres veces en las elecciones andaluzas. Aun así, es “el cambio andaluz”.

De vez en cuando, aparecen caras nuevas que repiten las formas aprendidas de sus mentores. Siguen confundiendo la política con una partida de ajedrez.  Susana Díaz, secretaria de Organización del PSOE de Andalucía, saltó directamente del fracaso escolar al coche oficial, aprendió a ser mayor en las Juventudes Socialistas y, sin embargo,  José Antonio Griñán la definió como “la fuerza de la juventud” del socialismo andaluz.

O Eduardo Madina, otro joven diputado y miembro del Partido Socialista de Euskadi (PSE), que tras la victoria de Rubalcaba afirmó que “el PSE ha jugado bien sus cartas y hemos ganado”. Una afirmación que simboliza qué es la política para quienes entienden el juego político como una lucha encarnizada y desalmada en la que se justifica cualquier medio con tal de seguir ostentado el poder.

La clase política española necesita un Expediente de Regulación de Empleo (ERE) para expulsar del juego democrático a  una gerontocracia que tiene secuestrado el ejercicio político desde hace demasiados años. Tampoco sirven pupilos que reproducen la misma lógica caciquil y ajedrecista que sus nominadores.

A la democracia española le urgen partidos políticos que conecten con los jóvenes que nacimos en democracia y pensamos que la política es un ejercicio noble para perseguir nuestras utopías. No una arquitectura casposa, llena de estrategas que no han conocido en su vida más desafíos que el de diseñar estrategias para derribar a los peones que se interponen en su partida.

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