El alto precio de la libertad

Aspecto aniñado, no mide más de 1,60, expulsa emoción en cada fonema que pronuncia, vertebra su discurso coherentemente, bromea en algunos de los pasajes de su narración, para y respira, en otros. El auditorio, veinte jóvenes cooperantes de su misma camada, está humanizando los telediarios.

El delito de Jonathan es haber defendido, cívicamente, la democracia en su país natal, Honduras. El 28 de Junio de 2009, acompañado de su pareja, tenía pensado depositar su voto a favor de la reforma constitucional que planteó el presidente legítimo hondureño, Manuel Zelaya. No pudo hacerlo. 


Los informativos radiofónicos, que oía cada mañana nada más despertar, le comunicaban que el mandatario hondureño había sido derrocado por un golpe militar y obligado a volar hacia Costa Rica. Su papeleta de voto nunca pudo ser depositada en la urna, ni la de los tres millones de hondureños que las encuestan pronosticaban votarían a favor de la propuesta de modificación constitucional.

Nunca antes Jonathan se había manifestado, sin embargo, esto le pareció muy grave y decidió junto a Renald, bajar a la calle a exigir la reinstauración de la democracia y del presidente Zelaya. Lo comentó con su novio, éste, reticente, en un primer a acompañarle. Jonathan lo tachó de cobarde, finalmente ambos ocuparon las calles de Tegucigalpa y formaron parte de la Resitencia Hondureña al Golpe de Estado. 


Durante meses, vivieron con el miedo a ser tiroteados, a cada asesinado a tiros por el ejército las probabilidades que el próximo fuera uno de ellos aumentaban. El temor hacia acto de presencia, cada día, en cada nueva marcha, pero siempre se decían asimismo, “mañana estaremos aquí de nuevo, a defender a mi país y la dignidad de mi pueblo”, ni el desfile de civiles asesinados pasando por delante de sus ojos restaron fuerzas al deseo de luchar por la libertad de su patria.

Pasaban los meses. Manuel Zelaya no volvía a la Presidencia de la República y Roberto Micheleti, el golpista, seguía siendo Presidente de Honduras. Además, se habían convocado elecciones para Noviembre, una farsa internacional en la que tan sólo participó el 40% y que ganó el ultra-derechista Porfirio Lobo, sucesor del golpista. Los medios de comunicación internacionales habian legitimado la consulta, y la comunidad internacional, que en un primer momento había aislado al régimen golpista, admitía los resultados electorales y retomaba las relaciones diplomáticas con Honduras. Jonathan no pudo votar tampoco este día, lo habían censado a 325 Km de su domicilio legal.


 La legitimación, bajo la escenificación de una elecciones aparentemente democráticas, del régimen era ya una realidad y la posibilidad de que Zelaya volviera al poder, y con él la democracia a Honduras era algo impensable. Jonathan y Renald decidieron retomar su vida, sus sueños, y guardar las banderas, al menos de momento.

Proyectaron viajar a visitar a sus respectivas familias, para celebrar las navidades, que vivían lejos de la capital de Honduras, Tegucigalpa. Marcharían el mismo día, el 24 de Diciembre, cada uno a su ciudad de origen. Jonathan cambió de planes y se iría el 23 de Diciembre para ir con más calma. Renald se quedaría sólo en su apartamento de pareja en el que residían en Tegucigalpa, por motivos laborales. Jonathan y su camarada de sueños nunca más se volverían a ver.

Jonathan tomó un autobús para ir a su ciudad. Cuando lleguó llamó, como de costumbre, a Renald. Nunca consiguió hablar con su camarada de sueños. Renald yacía en la cocina del apartamento conyugal, atado de pies y manos, y golpeado hasta más no poder. La casualidad quiso que Jonathan, en contra de lo previsto, viajara un día antes. El plan era matarlos a los dos. Renald no contestaba al teléfono y Jonathan en su interior sabía qué había ocurrido.Una llamada confirmaba a Jonathan que Renald había sido asesinado. El regreso, tras ocho horas de viaje, a Tegucigalpa debía ser inmediato. Pidió a su padre que le acompañase.

Si no es bastante crueldad segar los sueños de una pareja joven y de un muchacho de sólo 22 años, una organización de defensa de los derechos humanos le informa que la policía pretender culpar a Jonathan del asesinato de Renald. La misma organización, le pone en alerta e informa de que su integridad física estaba en peligro. La policía lo está buscando, puede ser el próximo en morir, le anuncian.


 Su libertad pasa a ser custodiada por dos guardaespaldas, de día y de noche, no puede transitar por la calle en solitario, le tienen que registrar los sitios adónde va, el coche antes de montar, no puede dormir en el mismo lugar dos noches consecutivas. Su final estaba planeado.

Le proponen que viaje hacia España y, al llegar a Barajas, le explique a la policía qué le sucede y solicite asilo político. No quiere, no desea renunciar a su país, no quiere regalarle la victoria  a los golpistas, su dignidad y la de su pueblo no le animan a refugiarse en España. Los defensores de Derechos Humanos le presionan, un día sí y otro también, empieza a tener verdadero miedo a ser asesinado, su vida había dejado de ser vida, así no podía seguir viviendo.

Acepta exiliarse. Antes de coger un vuelo hacia Madrid, visita la tumba de Renald y le pone flores. Se despide de él, y le promete que luchará siempre porque se esclarezcan las circunstancias en qué se produjo su asesinato y que los culpables paguen. Ni olvida ni perdona. No puede partir desde el Aeropuerto de Tegucigalpa, puede ser detenido por la policía. Sale desde otro aeropuerto hondureño con menos seguridad. Lo único claro que lleva en su huída es que cuando aterrize en España debe decirle a la policía quién es y por qué se encuentra allí. La Comisión de Ayuda al Refugiado (CEAR) lo espera para protegerlo en España. Una vez aquí su destino es Extremadura.

Han pasado cinco meses desde que puso las flores a Renald en la tumba, cada día lucha por reconstruir su vida y ser feliz. Incluso estando aquí recibe mensajes amenazadores de que van a matar a su familia. En España se encuentra esbozando la silueta de su futuro lejos de su querida Honduras. Alto y claro afirma que no desistirá en exigir “reparación, justicia y verdad” a las autoridades hondureñas. Este joven valiente afirma que “es lo menos que puedo pedir, me han destrozado la vida”. En Extremadura se siente querido y arropado, a pesar del poco tiempo que lleva ya tiene amigos y gente a la que quiere y que le quieren. Es fácil quererlo.



1 comentario:

Txetun: dijo...

Qué voy a añadir, que estuve entre esa veintena aguantando las lágrimas. Muy bueno el texto. Lo he rebotado en facebook. De paso, y si me permite, le adjunto a la lista de blogs recomendados del mío.

Un abrazo. :-)