Me cautivan los días largos y lentos del verano, mirar los ojos de los habitantes que habitan la ciudad deshabitada, leer en esquinas olvidadas por la vorágine deshumanizante, amar sin horarios y proyectar el futuro sin la prisa utilitarista. La parsimonia dulcifica el ritmo, las formas, las caricias, los besos y la cadencia de los te quiero. El amado, los libros, los cines, las aceras, las conversaciones, las complicidades y el vivir recobran su primigenia anatomía.
El silencio se hace idioma. Los autobuses se apean del estrés, de miradas al infinito y de ejercicios circenses exploratorios para evitar rozar al viajero que invade tu instinto de territorialidad. Al que miras pero no ves y rozas para no tocar, despojando a la raza de la entidad de ser humano.
Los efectos del calor nos aportan una extraña lucidez que el frío nos arrebata. Descubrimos a los nuestros, con sus ilusiones, frustraciones y quimeras. Ellos, como nosotros, (mal) viven tras la inalcanzable felicidad materializada en poseer sin ser.
El tiempo sin tiempo nos devuelve al disfrute de lo pequeño, de lo intangible, de lo duradero y de lo que nos transfigura en humanos y no en autómatas. Ejercemos de enamorados, de hijos, de padres, de hermanos y de amigos. Cultivamos nuestra memoria, de la que afloran olores, momentos, figuras y paisajes que son el fotograma inamovible de este y cualquier verano.
Volvemos a los orígenes, donde siempre la vida recobra sentido, para estrechar la distancia entre la melancolía y la alegría. Desnudamos lagunas emocionales, las nuestras y las ajenas, que nos dicen que siempre hay porqués para seguir creyendo en la poderosa sutilidad de la esperanza y en el humanismo como antídoto contra los prejuicios que siempre miran sin ver.
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