DESDE EL INTERIOR DE LA CÁRCEL

Ilusión, entusiasmo, trabajo, miedo. No miedo a quién allí me iba a encontrar, sino miedo a no soportar la dureza de la experiencia, horror a que el dolor emocional que me provoca el sufrimiento de los seres humanos me paralizase. Identificación, superación de medidas de seguridad, una tras otra, hasta tres consecutivas. Miradas de funcionarios, más acostumbrados a creerse enemigos que compañeros de las personas presas, y muchos nervios, y más miedo aún. Un miedo nacido del miedo a defraudar a los principios predicados, y a no poder cambiar la situación de quienes allí habitan.
CENTRO PENITENCIARIO SEVILLA I, es la nomenclatura que marcaban las señales que nos dirigían hasta la Cárcel de Sevilla. Parece como si a medida que iba acercándome a la prisión, la realidad de la calle fuera una metáfora con la situación de dentro de la cárcel. Más cerca de la cárcel, menos ciudad, más lejos de la realidad mundana que pisamos en el día a día.
Se abren puertas enrejadas, otras se cierran, así hasta que perdí la cuenta de cuántas puertas superé para acceder al interior del Centro, allí donde también conviven de manera regular miles de corazones desarmados del derecho a soñar desde que nacieron. Ya en el nacimiento, el sitio que la vida les otorgó para vivir, la familia en la que nacieron, y el contexto donde crecieron les recordaba el futuro que les esperaba: Maltrato, violencia física y psicológica, pobreza, analfabetismo, vidas rotas en hogares destruidos, negados a imaginar y penas privativas de libertad como recompensa de esta sociedad a sus condiciones que nunca eligieron, y sin embargo serán perpetuas.
El sufrimiento humano, se palpa sólo con poner un primer pie en la cárcel. A pesar del dolor desgarrador que causa el saberse víctimas sin comprensión, intentan adaptarse, adaptar las garras de la fatalidad a su rutina, como si así se amarraran a vivir, aunque sin sueños. ¿Se puede vivir sin soñar?
Kiko es delgado, bajito de estatura, vulnerable, marcado por la vida, ojos hundidos, tristes y demandantes de oídos que escuchen, harto de oídos que oigan. Buscan ojos que miren sinceros, ansías de calle, de gozar con una segunda oportunidad donde poner en práctica el aprendizaje al que ha llegado tras ocho años encerrado entre rejas. Inspira protección, y confianza. Sí, inspira confianza.
¿Has sentido la soledad alguna vez en la prisión, Kiko? Le pregunto. “Cada día, en cada momento, a todas horas me siento sólo, Raúl” respondió. ¿Se hacen amigos aquí, Kiko? “Sí, y además si aquí haces amigos son de verdad”. ¿Qué sientes cuando uno de tus apoyos emocionales sale en libertad? No duda ni un instante: “Felicidad por ellos, pero vuelta a empezar. Yo tengo un lema: FELICIDAD PARA UNOS, ESPERANZA PARA OTROS. De la cárcel se sale, y eso nos da esperanzas a seguir, con el pensamiento de que un día saldremos".
A Kiko, lo dejé allí en su estudio de radio que mima con esmero, sintiéndose un desgraciado incomprendido. Nunca recibe visitas, tiene una hija que en cinco años sólo la ha visto una vez, una esposa que dejó de serlo, unos amigos que demostraron que nunca lo fueron, unos padres que nunca van a verlo, nueve hermanos que no sabe si cuando salga aún lo serán, y la ausencia al entierro de uno de sus 10 hermanos. Eso sí, Kiko, aguarda con esperanza su salida en libertad, le quedan menos de dos años para salir en libertad definitiva, aunque confía que en unos meses el Juez de Vigilancia Penitenciaria le conceda la libertad condicional, y poder empezar a disfrutar de salidas al exterior, que tras ocho años, dice,  no conocerá ni su barrio. Por cierto, casi todos sus compañeros de presidio son niños con los que jugaba en su barrio, las 3000 viviendas. Un barrio castigado por la marginalidad,  la pobreza, amurallado por el muro de la invisibilidad de una ciudad que se dice elegante y bella.
El miedo al dolor emocional se me esfumó. El dolor de Kiko, es mayor que cualquiera de los yo pudiera experimentar. Toca ser fuerte, para seguir trabajando para que él y sus compañeros aprendan una cosa que se les olvidó aprender, o mejor dicho nunca le enseñaron, EL DERECHO A SER FELIZ.
Me despedí, quedó cenando, alimentando el sueño de ABRAZAR A SU HIJA, y ejercer la segunda oportunidad que merece, para poder llegar a ser feliz. ¿Lo conseguirá? Lo deseo con todas mis fuerzas. Siento una absoluta vergüenza de sentirme miembro de una sociedad que en dos mil años no aprendió a resolver los conflictos sociales de otro modo, que no sea el de encerrar a aquellos que dan problemas.

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